Diciembre es un mes extraño. No termina del todo un año ni empieza del todo otro. Es una frontera. Un umbral. Un tiempo suspendido donde hacemos balances, cierres, promesas silenciosas y duelos que no siempre sabemos nombrar.
Y en ese territorio ambiguo, el amor suele volver a visitarnos como una pregunta sin resolver.
Tal vez porque el amor no se resuelve.
Tal vez porque el amor no se entiende: se atraviesa.
El amor no es una decisión inteligente (por suerte)
Imaginemos por un instante que el amor fuera consecuencia de una deliberación racional.
Que uno se enamorara tras analizar pros y contras, compatibilidades, proyecciones futuras, riesgos emocionales y beneficios afectivos. Qué aburrido sería.
El amor, cuando aparece, lo hace como una dimensión invertida de la razón. Justo aquello que entendemos que “no nos conviene”, eso que contradice nuestros planes, nuestros miedos, nuestra historia, es muchas veces lo que nos arrastra con más fuerza.
No porque seamos inconscientes.
Sino porque hay algo en el amor que excede la voluntad.
El amor no pide permiso a la razón.
Irrumpe. Desordena. Derrumba.
Y en ese gesto radical, nos saca de la inercia de vivir solo para protegernos.
Amar es salir de uno mismo
Decimos “amor propio” como si fuera una fortaleza. Como si amar consistiera en blindarse. Pero el amor —el amor verdadero— no sucede en el ámbito de lo propio. Sucede en el territorio de la otredad.
El amor propio es lo mío, lo conocido, lo controlable.
El Amor, en cambio, es aquello que pone en jaque lo que creía ser.
Por eso el amor te saca de ti mismo.
Porque no es una fuerza que puedas administrar a voluntad.
Porque incluso puede ir en contra de tu propia lógica de autopreservación.
Y ahí aparece la gran dualidad: o intentas agarrar al otro, hacerlo tuyo, convertirlo en un adorno más del ego —hasta que te cansas y sales a buscar otro— o permites que el encuentro te desarme junto con tus certezas y te confronte con una verdad incómoda: no hay nada que poseer.
Hay encuentros. Hay viajes. Hay Amores.
No nacimos para tenernos, sino para encontrarnos
Quizá este sea uno de los grandes aprendizajes que el cierre de año nos susurra si estamos dispuestos a escuchar: no nacimos para acumular seguridades, sino para encontrarnos.
Encontrarnos con otros, sí.
Pero también con versiones nuestras que no conocíamos.
El amor no suma cosas a lo propio.
Lo desarma. Lo derrumba.
Amar es aceptar que lo tuyo se derrumba.
Nos recuerda que no somos dueños de nada.
Que amar es exponerse, perderse un poco y volver distintos.
Tal vez no vinimos a este mundo a “tener razón”, sino a vivir.
Y vivir, cuando hay amor, siempre implica riesgo.
El amor es una locura… y menos mal
¿Por qué nos enamoramos de quien nos enamoramos?
No porque convenga.
No porque encaje.
No porque sea lógico.
Nos enamoramos porque algo se abre.
Porque algo se desarma.
Porque algo nos mueve de lugar.
El amor es una forma de locura que nos mantiene vivos. Una locura que rompe la clausura del yo y nos obliga a mirar más allá de nuestra propia biografía.
Y, sin embargo, nos da miedo.
Porque amar es aceptar la propia impotencia.
Aceptar que no controlamos el resultado.
Aceptar que no hay garantías.
El amor y la sexualidad no son naturales: tienen historia
Hay una idea peligrosa que sigue circulando: que el amor y la sexualidad son fenómenos “naturales”, biológicos, universales. Pero no lo son. La sexualidad tiene historia. Está atravesada por la cultura, la política, la moral de época. Es una construcción simbólica, una ficción compartida.
El amor también. Hubo un tiempo en que el amor fue rebelde. Como el rock. Una fuerza disruptiva que desafiaba el orden establecido, las normas, los pactos de conveniencia. Amar era un acto de subversión. Pero, hoy, tanto el amor como el rock parecen haber sido domesticados. Convertidos en productos. En experiencias de consumo. En fórmulas repetibles.
El amor en tiempos de individualismo
El individualismo contemporáneo no solo organiza la economía: dirige el deseo.
Vivimos en una época donde la aprobación, la validación narcisista y la satisfacción inmediata ocupan el centro de la escena. Y en ese contexto, el amor estorba.
Porque el amor exige descentramiento.
Porque el amor implica renuncia al propio egoísmo.
Porque el amor incomoda.
No es que el capitalismo “mate” al amor directamente.
Es algo más sutil: nos convence de invertir toda la libido en la propia subjetividad.
Confundimos narcisismo con amor propio.
Y no son lo mismo.
El narcisismo no es amor propio: es egoísmo emocional, pobreza a la hora de dar, miedo a la entrega. El amor propio verdadero no cierra, no aísla, no convierte al otro en amenaza.
Porque el amor implica renuncia al propio egoísmo.
El amor como experiencia de debilidad (y de coraje)
Hemos aprendido a sospechar del amor porque creemos que nos vuelve débiles. Pero amar no es endiosar al otro ni desaparecer en él. Eso no es amor: es dependencia.
El amor auténtico no anula la subjetividad.
La expande.
Claro que nos vuelve vulnerables. Pero vulnerabilidad no es fragilidad: es coraje.
Y nadie quiere ser débil.
Pocos entienden que no se puede ser sabio y estar enamorado al mismo tiempo.
Porque el amor no se mueve en el territorio de la sabiduría.
Se mueve en el del riesgo.
El supermercado infinito del amor
La tecnología nos prometió libertad. Y nos dio exceso. Un mercado infinito de posibilidades donde los amantes se pierden entre algoritmos. Deslizan, comparan, descartan. Siempre hay algo mejor a un clic de distancia. No saben qué quieren. O saben demasiado y tienen miedo de perder.
Racionalizamos el amor.
Lo llenamos de checklist.
De criterios.
De filtros.
Y nada entorpece más el amor que intentar garantizarlo.
No es el exceso de oferta lo que destruye el amor, sino el miedo a elegir. El miedo a renunciar. El miedo a perder algo mejor que aún no conocemos.
Erotismo, ritual y banalización
El amor posibilita que el sexo y el erotismo se vuelvan ritual. Encuentro. Lenguaje.
Pero la lógica del consumo convierte lo sagrado en banal.
El cuerpo deja de ser territorio de encuentro para volverse objeto.
La sexualidad pierde espesor simbólico.
El erotismo se vacía de misterio.
Y sin misterio, no hay amor.
Solo repetición.
El amor como apuesta por lo que aún no existe
El amor tiene un poder transformador porque se apoya en lo que todavía no ha sucedido.
No ama lo que es.
Ama lo que puede llegar a ser.
Por eso el amor es una ofrenda del yo-propio en beneficio de un yo-otro.
Un acto de fe laico.
Una apuesta sin garantías.
Amar es decir: “No sé qué pasará, pero voy”.
Reinventar el amor (o reventar)
Tal vez este final de año nos encuentre cansados. Escépticos. Heridos.
Tal vez nos preguntamos si el amor no ha muerto o si, al menos, está enfermo.
Pero quizá no se trata de enterrarlo, sino de reinventarlo.
Reinventar el amor o reventar.
Volver a pensar el amor no como consumo, sino como encuentro.
No como posesión, sino como viaje.
No como seguridad, sino como valentía compartida.
Porque el amor no es para cobardes. Nunca lo fue.
Y aun así, seguimos intentándolo. Porque en el fondo —aunque no lo admitamos— sabemos que sin esa locura no hay vida que merezca ser vivida.
Para cerrar… y comenzar
Cuando el año se apaga y otro asoma tímidamente, quizá no se trate de prometer más control, más autosuficiencia o más distancia emocional. Tal vez se trate de algo más sencillo y más difícil a la vez: atrevernos a amar un poco mejor. No con menos miedo, sino con más verdad. No con más certezas, sino con más presencia.
Levantemos Amores, no defensas.
Caminemos juntos, como nómades del alma, en este gran viaje compartido que llamamos vida.
El amor es para valientes.
Y uno… casi siempre tan cobarde.

El amor no es una decisión inteligente (por suerte)
El amor y la sexualidad no son naturales: tienen historia
El supermercado infinito del amor
El amor como apuesta por lo que aún no existe







