Llueve. Caen gotas cargadas de barro. Es una lluvia intermitente. Me trae a la memoria mi niñez, mi infancia. Aquellas tormentas de verano que te encontraban metida en el agua. Era una maravilla sentir como llovía sobre mojado. El mar más caliente que nunca. La vida esperando. Todo por vivir. Me sentía mayor. Soñaba. Eran días de veranos que ahora se me antojan interminables.
«La vida esperando. Todo por vivir. Me sentía mayor. Soñaba.»
Eran veranos eternos, de nada que hacer, de hacer todo, de levantarse tarde. Días de playa hasta que oscurecía. De no poder bañarte porque se te cortaba la digestión. Veranos en los que la playa se llenaba de amigos que venían de fuera. Amigos, que aún conservo. Llegaban con sus madres nada más terminar el colegio y compartíamos arena, hamacas, juegos e hidropedales hasta casi que llegaba la fecha de volver a empezar con la rutina.
Apartamentos alquilados o en propiedad, en primera línea de playa, a un salto de la orilla. Los padres solían venir en agosto y los fines de semana, algunos. Sólo algunos. Ellas se reunían en torno a alguna de las sombrillas y si a la hora de la merienda te acercabas siempre te ofrecían algo que merendar. Nada de bollería industrial o tetra brick, bocadillos y cola cao fresquito para todos. Nos anochecía en la playa. Días sin fin en los que acababas agotada de jugar y con cinco kilos de arena dentro del bañador.
«Nos anochecía en la playa. Días sin fin en los que acababas agotada de jugar»
Por suerte, mi madre nunca se llevó el champú ni nos hizo irnos casi con el pijama puesto a casa. Pero sí recuerdo esa escena que se repetía en las duchas a última hora de la jornada. Se mezclaban los que abandonaban la arena con los que paseaban perfumados y arreglados ya por el paseo marítimo.
Son recuerdos que huelen a espetos, aceite de coco y zanahoria, cuando apenas nadie sabía que el sol podía hacernos daño. Todo lo contrario. El reto era ser el primero en cambiar de raza.
«Son recuerdos que huelen a espetos, aceite de coco y zanahoria.»
Las noches de paseo, de heladito, y algunas de cine de verano. «Niña ponte la rebequita, que luego hace frío”. Refunfuñabas por tener que llevarla, aunque luego, en aquellas frías sillas de hierro lo agradecías. El olor a palomitas, el sentirte mayor porque ya te dejaban tomar Coca Cola. Yo fui siempre más de refresco de naranja. Pero era mayor, así que la tomaba. Al fondo, en aquel descampado llamado cine, una pareja, sólo un par de años mayor que yo, se «morreaba”. ¡Qué asco! ¿Cómo no se mueren de asco? Me preguntaba.
Así, un día tras otro, iba pasando el verano. A mediados de agosto llegaba la frase de rigor: «Oye, pues ya por las noches refresca”. Y mi abuela, cosa que ahora repite mi madre, e incluso yo, decía; «agosto, frío en rostro”.
Hasta que llegaba septiembre, las despedidas, las compras de uniforme y libros. Hasta que volvía la ilusión de reencontrarme con las compañeras de colegio y de mirar en el buzón, porque llegaban cartas. Cartas de colores con dibujos, cartas cargadas de cotidianidad y de «te echo de menos”. Cartas escritas a mano, con dibujos y besos marcadas con el pintalabios de mamá. Cartas que ya no volvían a llegar hasta Navidad.
Y pasaba el invierno descontando días para que llegase de nuevo el verano.
Cuando me fui haciendo mayor los veranos siguieron siendo eternos, pero aquellos recuerdos están cargados de los primeros amores, de los primeros besos – Y no me dio tanto asco como pensaba- de la primera vez que te cogían de la mano, de pandillas de playa, de noches corriendo a casa para no llegar tarde, de cruzarte por la mañana en las escaleras con tu padre a la vuelta de una noche de marcha. Noches en las que conocías a multitud de personas llegadas de todos los lugares…Pero esa es otra historia. Son otros veranos.
Como son otros veranos los de nuestros hijos. Mis amigos, ahora padres, hacen malabares para poder pasar unos días en la playa. Con una semanita está bien, que luego hay que organizarse con los niños en Navidades o en Semana Santa y además hay que viajar fuera. Ya no hay madres instaladas en la orilla con merienda hecha en casa. Los niños de ahora pasan julio y agosto de campamento en campamento, de escuela de verano al campus deportivo, de «me aburro” a «qué hago ahora”. Supongo que para ellos, aunque haya cambiado todo tanto, los veranos seguirán pareciendo eternos.
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Pues debe ser que en el norte llevamos los relojes atrasados, porque por aquí los veranos siguen siendo igual…
Eso sí, la rebequita no e necesaria, es imprescindible.
Precioso post, como simepre.