Ayer no me contestó un mensaje. Me resulta raro, siempre contesta. Le he preguntado por ella a alguien que sé con la que tiene contacto habitual. Está ingresada, muy grave, no saben si saldrá de esta. Una mujer fuerte, joven, luchadora, de las que entra en una estancia y notas que llega un torbellino. Y se va. Se apaga poco a poco en la misma medida en la que se aferra a la vida que le queda.
La muerte. Esa palabra casi prohibida. Esa realidad que muchos prefieren ignorar. Me llegan los gritos de los niños en la calle mientras escribo. Están llenos de energía, de vida, de ganas de jugar. Debía tener su edad la primera vez que fui consciente de la muerte propia. De que nos vamos. En aquel momento arranqué a llorar. Imaginaba que era quedarse para siempre dentro de una caja de la que no podía salir. Mi madre no tenía palabras para tanto llanto y tanto desconsuelo.
– ¡Para Ana!, no te vas a morir y además nos vamos todos al cielo.
-Yo no quiero ir allí. Me quiero quedar en la tierra, quiero vivir para siempre.
Mi abuela murió cuando yo tenía 17 años. Se fue delante de mí. No era algo esperado. Despertó una noche en la que aún yo no me había acostado. -Aquel verano eterno de COU.- No se encontraba bien. Se había quedado ciega y siempre tenía la sensación de que era un estorbo para todos. Pero yo la quería. Era quizás la mujer con la que podía mantener conversaciones que ni con mi madre podía. Una mujer avanzada a su tiempo, y yo estaba allí, conteniéndome. ¿Cómo le iba a decir que la quería y que no era un estorbo para nadie?¿Cómo le iba a decir lo importante que era para mí y lo que la necesitaba aún a mí lado? Ella no podía saber que yo sabía que se iba. Y me callé. No le dije nada. Y se fue sin despedirme. Y me tragué mis palabras y mis sentimientos y los escupí en forma de arrepentimiento muchas veces rememorando aquel día. Me prometí que nunca volvería a callarme. Entonces aprendí a decir te quieros sin excusas.
Estamos aquí de prestado, y sin fecha de caducidad. Al menos no la tenemos grabada en el envoltorio. Aquel encuentro cercano con la muerte ajena me hizo plantearme muchas cosas de otra forma. La imagino allí rondando entre las dos. Yo sin querer decir, ella sabiendo que no quedaba tiempo para mis dudas. Aquello me marcó. Ana, vive, que en cualquier momento te vas. La vida bailando con la muerte en cada momento, en cada instante, en cada día. Si en vez de ignorarla escuchas su música de fondo, de lejos, pero presente, se disfruta mucho más. Pero no. No se puede vivir cada día, todo el tiempo, como si fuese el último de tu vida, como si no hubiese futuro, anclarse al presente sin más. Deberíamos. Creo que muchas veces sería más interesante este camino, pero vivimos con demasiado peso social. La etapa de la universidad me permitió bailar con ellas un tiempo. Vivir sin red, sentir, no renunciar.
Después, trabajo, hipoteca, familia, niños…Lo que llamamos «la realidad”. ¿Y si hoy fuese el último día de tu vida? Y miras al pasado y haces balance. Bueno, no ha estado mal. Y no piensas, no te detienes a analizar que eso fuese posible. Y es que a veces es mejor no detenerse ante la mirada de la muerte. Se ven las cosas demasiado claras y da mucho miedo actuar.
Tenía 54 años. Vivíamos muy cerca. Estaba llena de vida. Madre de dos hijos. Coincidíamos de vez en cuando y siempre cerca una copita de champan. Cualquier día me separo, me decía. Nunca supe si lo decía de verdad. Nunca sabremos lo que hubiese pasado si no hubiese emprendiendo un viaje en el que sólo tardó tres semanas en llegar. Yo tardé algo más en dar el paso. Pero el día que lo hice recuerdo como se lo brindé mirando al cielo, como si hubiese sido una buena faena en la plaza en plena fiesta nacional. Por ti y por mí le dije. Porque ella se fue, pero volvió a traer a mi lado los ojos de la muerte. Esa mirada que siempre me hace volverme hacia la vida.
Desde entonces he intentado exprimir los momentos, amarrarme al presente en los instantes felices y mirarla a la cara en los más inciertos.
Hay muertes imprevistas, contra natura, difíciles de superar. Pero aún así no creo que sea el final. La muerte es sólo la terminal donde llegan todos los trenes, y forma parte del trayecto. Así. Sin más. ¿Justa o injusta? No nos han prometido nada. Nadie nos ha engañado. Nadie sabe cuánto va a estar. Y quizás sea esa incertidumbre la que le da emoción al camino. Al menos eso me gusta pensar.
No sé si después vendrá el cielo, o el paso intermedio hasta la próxima reencarnación, lo que me importa, aquí y ahora, es que no quiero que ni un solo día de mi vida se vaya sin decir te quiero, sin decir que me ha sentado mal, sin aprovechar una cerveza en la playa, sin sentir con intensidad.
Muchas personas que han pasado por experiencias cercanas a la muerte dicen que les cambia la vida y la forma de pensar. Que dan importancia a lo importante y relativizan el resto. Que cambian las prioridades y empiezan a vivir más.
Yo no quiero que me abraces todavía. No me lleves aún. No me das miedo, lo sabes. Sé que estás en cualquier parte. Sólo te pido que me des un poco de tiempo para despedirme. Sólo te pido que me avises para poder meter algunos te quiero más en la maleta.
Y si me llevas, y si me voy contigo, espero que me encuentres… bailando con la vida.
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Me ha encantado ?
Gracias Iolanda!!!