fbpx
Estás leyendo
«Tinder no mató al amor. Lo hicimos nosotros» por Juande Serrano

Nuevos formatos
Descubre Urbanity Podcast y Urbanity Video

«Tinder no mató al amor. Lo hicimos nosotros» por Juande Serrano

El espejismo del “match perfecto”.

Swipe. Match. Chat. Ghost. Así es como, en apenas una década, millones de historias comenzaron y murieron con el mismo movimiento de un dedo. El amor, esa fuerza que durante siglos inspiró poesía, arte y sentido de pertenencia, fue comprimido en una pantalla y transformado en un catálogo emocional. Tinder, Bumble, Hinge o cualquier otra aplicación de citas nacieron como un puente entre almas que no sabían dónde encontrarse.

Y lo cierto es que la idea era buena: facilitar el encuentro en una era donde los ritmos de vida, la soledad urbana y el aislamiento emocional habían vuelto difícil el arte de conocer a alguien. Pero como ocurre con casi todas las herramientas humanas, la intención se desvió del propósito. Lo que podía haber sido un espacio de conexión se convirtió en una pasarela de validaciones instantáneas. Pasamos de buscar amor a buscar atención.

Cuando el amor se volvió un juego.

El fenómeno no tardó en tener nombre: gamificación del vínculo. Deslizar, hacer match, conseguir mensajes y acumular “likes” activan los mismos circuitos de recompensa que las máquinas tragamonedas o los videojuegos. No estamos enamorándonos: estamos jugando a enamorarnos.

Cada match libera dopamina. Cada conversación refuerza la ilusión de ser deseado. Cada silencio, cada ghosting, nos deja en abstinencia afectiva, empujándonos a repetir el ciclo.

Y así, sin darnos cuenta, convertimos la búsqueda del amor en una ruleta emocional. No se trata solo de la tecnología, sino de la manera en que nos relacionamos con ella. El match se volvió una moneda de autoestima. El like, un analgésico para el vacío. Y la conexión profunda un lujo emocional que pocos se atreven a sostener.

 

Narcisismo digital: la era del yo deseado.

Vivimos tiempos donde la visibilidad parece más importante que la verdad emocional. Las redes sociales y las aplicaciones de citas nos enseñaron que lo que no se muestra no existe, y que lo que más se valora no es la autenticidad, sino el impacto.

Así, el amor se volvió espejo y escaparate a la vez. Nos mostramos no para encontrarnos, sino para ser elegidos. Nos maquillamos emocionalmente con filtros, frases ingeniosas y fotos cuidadas, no para conectar, sino para atraer.

El resultado es una generación que sabe seducir, pero le cuesta vincularse; que sabe generar deseo, pero teme al compromiso. El amor se transformó en un mercado de posibilidades infinitas, donde el “siguiente” siempre parece mejor. La abundancia de opciones trajo escasez de profundidad. Y con cada swipe, el alma se cansa un poco más de tanto buscar sin encontrar.

El precio emocional de la inmediatez.

La inmediatez, ese virus silencioso de nuestra época, también infectó el terreno del amor. Queremos sentir rápido, saber rápido, amar rápido, sanar rápido. Pero el Amor —el verdadero— no se da en velocidad crucero. Requiere presencia, vulnerabilidad, lentitud.

En terapia escucho a menudo el mismo relato, repetido con distintos rostros: “Juande, parecía todo perfecto, hablamos días enteros, y de repente silencio. No me bloqueó, no discutimos, simplemente desapareció.”

El ghosting es el síntoma más evidente de nuestra incapacidad actual para sostener la incomodidad emocional. En vez de decir “no puedo continuar”, preferimos evaporarnos. En vez de mirar la herida del otro, preferimos no verla. Y así, el miedo a dañar nos hace dañar más.

El problema no es solo ético, es profundamente psicológico: Cuando desaparecemos sin cierre, dejamos al otro suspendido en el limbo del “qué hice mal”. Y esa duda, repetida una y otra vez, erosiona la confianza en el amor y en uno mismo.

Tinder no mató al amor. Lo hicimos nosotros.

No se trata de demonizar las aplicaciones. El problema no fue Tinder, ni Bumble, ni Hinge. El problema fue cómo nos relacionamos con ellas. Nosotros las convertimos en un tablero de apuestas. Nosotros confundimos atención con afecto. Nosotros elegimos la comodidad de lo efímero antes que la incomodidad de lo real.

En el fondo, no usamos Tinder para encontrar amor, sino para aliviar el vacío que deja su ausencia. Y cuando la emoción inicial se disipa, volvemos al scroll, como quien busca otra dosis. Así, lo que comenzó como búsqueda se vuelve adicción: al ego, a la validación, al control.

La tecnología no destruyó el amor: solo nos mostró el reflejo de nuestra desconexión. Nos enfrentó a la herida más antigua: el miedo a no ser suficientes para ser amados de verdad.

Amor líquido, vínculos frágiles.

El sociólogo Zygmunt Bauman lo anticipó hace años: vivimos una “modernidad líquida” donde todo lo que antes era estable se vuelve transitorio. Y el amor, claro, no escapó a esa lógica.

El problema es que la fragilidad emocional se disfraza de libertad. Decimos “no quiero atarme” cuando en realidad queremos decir “no quiero sufrir”. Pero amar siempre implicará riesgo, entrega, exposición. Sin vulnerabilidad no hay encuentro.

El amor líquido no es amor libre; es amor fugaz. Y en esa fugacidad perdemos el alma en fragmentos: una conversación aquí, una promesa allá, una ilusión que se apaga antes de tener tiempo de ser algo.

Recuperar lo sagrado del encuentro.

Y sin embargo, el amor no ha muerto. Solo está herido. Respira lento, débil, pero sigue ahí esperando ser rescatado del ruido digital.

Recuperar lo sagrado del encuentro no significa renunciar a la tecnología, sino reaprender a usarla con consciencia. Significa devolverle humanidad a lo que se volvió un algoritmo. Preguntarnos: ¿Estoy buscando compañía o estoy evitando la soledad? ¿Quiero conectar o quiero distraerme? ¿Estoy dispuesto a ver al otro como un alma o como un perfil?

El Amor no necesita aplicaciones, pero puede aparecer en ellas si hay presencia y honestidad. El problema no está en el medio, sino en el modo.

Amar conscientemente hoy es casi un acto de rebeldía. Es decidir no jugar con el corazón del otro. Es mirar más allá de la foto y preguntarse quién hay detrás. Es volver a sentir que la conquista no es una estrategia, sino un gesto de interés genuino.

De la validación al vínculo: el salto evolutivo del amor.

Psicológicamente, estamos en un punto de inflexión. El amor romántico tradicional ya no nos sostiene, pero el amor líquido tampoco nos llena. Lo que viene (y ya empieza a asomar) es un Amor consciente, relacional, maduro.

Te puede interesar

Un amor que no busca llenar vacíos, sino compartir plenitudes. Que no se mide en matches, sino en miradas que sostienen. Un amor que entiende que el deseo no está reñido con el respeto, ni la pasión con la ternura. Ese amor no es antiguo ni moderno: es esencial.

Y para alcanzarlo, necesitamos curar la herida del ego que nos hizo creer que amar era ganar. Amar no es ganar. Es atreverse a perder las defensas. Es abrir el corazón sin garantía de resultado. Pero también es el único modo de encontrarse de verdad.

 

Una batalla que vale la pena.

¿Será una batalla perdida? Tal vez. Pero hay batallas que se pelean igual, porque definen quiénes somos.

Recuperar el amor es una de ellas. Mientras existan personas dispuestas a mirar con ternura, a escuchar con presencia, a vincularse sin estrategia, el amor seguirá respirando. Podrá estar herido, sí. Pero aún late en cada abrazo sincero, en cada conversación honesta, en cada mirada que no busca evaluar, sino comprender.

psicólogo-Málaga-psicoterapia

Volver a hacer Amor

El amor está herido, pero aún respira. Y cada vez que elegimos amar sin miedo, sin máscara, sin ego, le damos oxígeno.

Quizás no necesitemos más matches, sino más presencia.

Quizás no sea cuestión de buscar, sino de volver a ser encontrables.

Porque el amor no se encuentra por algoritmo:  se encuentra cuando el alma está disponible. Y eso, pese a todo lo que el mundo moderno nos venda, sigue siendo lo más revolucionario que podemos hacer.

Web y contacto de Juande Serrano

 

 

Ver comentarios (0)

Publicar un comentario

©2024. Todos los derechos reservados.

Ir al principio