No fuimos hechos a prueba de golpes. No nacimos para permanecer intactos. Todos cargamos con alguna herida. Todos tenemos algo que perdonar.
Aprender a perdonar es una asignatura urgente porque solo se vive una vez. Y porque nuestras vidas, que de por sí ya nos parecen demasiado cortas, no merecen ser vividas anegadas de veneno emocional.
«No perdonar mata»
No perdonar mata ─literalmente─. Aniquila nuestra paz, intoxica nuestras relaciones y suicida nuestro cuerpo.
Sí, has leído bien: suicida; porque perdonar es un antídoto que siempre tenemos a mano, y no tomarlo es lo mismo que dejarse morir.
La ciencia médica asegura que la rabia, el odio, la agresividad, el resentimiento, la vergüenza o la culpabilidad crónicas, emociones que crecen alimentadas por la falta de perdón hacia uno mismo o hacia los demás, liberan en el torrente que irriga nuestras células un cóctel químico que debilita de forma dramática nuestras defensas, volviéndonos más vulnerables ante la enfermedad.
Nuestro sistema nervioso simpático, responsable de desencadenar en nuestro organismo las respuestas de ataque o huida en situaciones de peligro, también sufre una sobreactivación que impide que la actividad parasimpática pueda realizar las labores de restauración que nuestros cuerpos necesitan llevar a cabo diariamente para restablecer el equilibrio.
Dicho de otro modo, al cederle terreno al enemigo para que acampe dentro de nosotros, nuestro estado de alerta no podrá decrecer y nuestra respiración vivirá alterada, nuestro corazón acelerado y nuestros músculos y órganos contraídos a la espera de lanzar una ofensiva o de salir huyendo.
Con el tiempo, la ansiedad, la depresión o las adicciones hallarán en nosotros un lugar más que idóneo en el que echar raíces. Nuestros niveles de colesterol, los de nuestra presión sanguínea y los riesgos de sufrir un accidente cardiovascular aumentarán. Y nuestras capacidades cognitivas podrán llegar a verse seriamente mermadas.
«Con el tiempo, la ansiedad, la depresión o las adicciones hallarán en nosotros un lugar más que idóneo en el que echar raíces»
Nuestra atención, nuestra manera de razonar, nuestra creatividad, nuestra memoria, nuestra productividad, nuestra voluntad, nuestro descanso…
Podría continuar con la lista, pero ya te harás una idea de la cantidad de recursos que malgastamos no soltando lo que nos hace daño ─es decir, guardando rencor o reprimiendo vergüenza y culpabilidad─ que podrían ser invertidos sabiamente en nuestra paz, en nuestra felicidad, en alcanzar nuestros propósitos o en seguir creciendo interiormente para desplegar todo el potencial que duerme en nosotros.
Repito: no perdonar es permitir que el adversario nos habite; no perdonar es un suicidio lento que acaba con nosotros desde el interior. Perdonar nos salva de nosotros mismos.
¿Qué nos impide perdonar?
Pero, al igual que las esquelas que acompañan a las cajetillas de cigarrillos no logran convencer al fumador de soltar su vicio, todo este conocimiento sobre los efectos devastadores que inflige la falta de perdón sobre nuestras vidas ─y sobre nuestros cuerpos─ tampoco parece ser suficiente para disuadirnos de albergar rencores en nuestros corazones.
¿Qué es lo que nos vuelve tan resistentes a dar el paso de perdonar?
Por un lado, está nuestra confusión con respecto a lo que es y no es el perdón.
Y, en segundo lugar, se encuentran nuestra búsqueda de seguridad ─o de que las personas se comporten de manera predecible, según nuestros guiones─ y nuestra necesidad de justicia ─o de que los culpables reciban su merecido─.
¿Es perdón lo mismo que reconciliación? ¿Es necesario olvidar para poder perdonar? ¿Perdonar significa que debo permanecer impasible emocionalmente y no sentirme nunca ofendido?
Te aseguro que no.
Perdonar no quiere decir que no podamos sentir decepción o dolor frente a una traición o ante una situación hiriente.
¡Por el contrario!
Perdonar es decidirnos a renunciar, una vez que hayamos experimentado estas emociones con sinceridad, al papel de víctima y a seguir autoflagelándonos con sentimientos dañinos que no tienen poder para cambiar lo que ha ocurrido.
Guardar rencor no castiga al ofensor ni restaura el equilibrio en la relación, sino que nos desestabiliza, como ya hemos podido comprobar, tanto en el plano físico como en el psicológico.
«Guardar rencor no castiga al ofensor ni restaura el equilibrio en la relación, sino que nos desestabiliza»
Tampoco hemos de asumir que debemos borrar de nuestra memoria lo sucedido como prueba de que hemos perdonado.
Es más, la experiencia vivida encierra un aprendizaje único y valioso. No se trata de desecharla, sino de integrarla en nuestra conciencia como aliada, como recurso, y no como una serpiente que nos muerde para descargar su veneno cada vez que la recordamos.
Y, por supuesto, a partir de ahí, después de valorar la gravedad de lo ocurrido, tenemos todo el derecho a no sentirnos obligados a continuar con el vínculo que mantenemos con la otra persona o a distanciarnos durante el tiempo que necesitemos para sanar la herida.
Perdonar no va de alcanzar la santidad tolerando o justificando la violencia, el acoso o el maltrato, ni de permanecer expuestos a personas con intención de seguir haciéndonos daño.
Lo que nos procuramos al perdonar, con independencia de que la relación perdure o no, es que nuestras aguas internas continúen siendo fuente de vida para nuestra paz, y no un pantano donde se hunden todos nuestros intentos de ser felices.
Después de habernos aclarado con respecto a lo que es o no el perdón, solo nos queda tomar conciencia de que nuestras necesidades de seguridad y justicia son, ambas, condiciones caprichosas e irracionales que nos golpean una y otra vez contra una realidad que se comporta a su manera, no a la nuestra.
Guardar expectativas sobre cómo deben comportarse otras personas con nosotros, o sobre cómo deben recibir su castigo, nos atrapa en un bucle en el que el perdón no será posible mientras no se cumplan nuestras condiciones.
Libérate de estas creencias. Recuerda que el perdón debe ser una decisión proactiva porque a la primera persona a quien beneficia es a ti.
Además, cualquier condición que estableces para perdonar a los demás, también te la impones para perdonarte a ti mismo.
«El perdón debe ser una decisión proactiva porque a la primera persona a quien beneficia es a ti»
Perdonarse a uno mismo
Perdonarse a uno mismo es despertar de un sueño de desaprobación en el que caímos cuando aún éramos muy jóvenes para defender nuestra esencia y la entregamos a cambio de recibir amor y protección de nuestros cuidadores.
Poco a poco, día a día, pedazo a pedazo, fuimos levantando una personalidad que ocultará todo lo que no era aceptable en nosotros.
Aprendimos a esconder nuestros dones, nuestras expresiones emocionales, nuestras heridas, nuestros sueños.
Tal y como te cuento en otro artículo publicado en esta misma web ─ El coraje de ser: Estrategias para vivir desde tu autenticidad─, por medio de la vergüenza y la culpa fuimos moldeados por nuestras familias, por nuestra cultura, por la religión, por nuestros profesores y, en último término, por el sistema en el que vivimos.
Pronto, todos esos guiones impuestos desde el exterior, pasaron a formar parte de los filtros a través de los que nos miramos a nosotros mismos.
En el presente, todos llevamos un niño que necesita ser perdonado, amado y aceptado tal y como fue para que pueda entregarnos la luz con la que vino a este mundo.
Solo un trabajo profundo de perdón puede transformar todo ese potencial que mantenemos en la sombra en los dones originales que empujan por salir, como una pelota que tratamos de hundir bajo el agua, hacia la superficie de nuestras vidas.
Por todos estos motivos, y por muchos más que nos llevaría años de trabajo y reflexión, perdonar es una práctica que tenemos que incorporar a nuestras vidas de manera urgente.
Porque no hemos sido hechos a prueba de golpes, para sanar nuestras heridas, por nuestra paz interna y por nuestra autenticidad como seres plenos tal y como hemos sido dados a luz, regalémonos el don del perdón.
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