Hemos llegado a casa después de una jornada intensa en el trabajo. Con la cabeza ladeada sujetamos el teléfono móvil, pues nuestra jefa quiere que le despejemos una duda, soltamos varias bolsas llenas del supermercado, con cuidado de que no se nos caigan las llaves que hemos colgado en el dedo meñique, dejamos la garrafa de agua en el suelo y soltamos la correspondencia de la boca. Nos duele todo, son las siete de la tarde, y todavía nos queda hacer la cena, preparar la ropa de las hijas, Sofía y Leticia, para el día siguiente, hacer que las niñas se pongan con las tareas escolares, mandarlas a la ducha y lidiar lo que queda de día de la manera más efectiva posible. Todavía es lunes, con lo que la cosa pinta bien.
Con este panorama, lo que apetece es que el día acabe pronto, sin discusiones y de forma armónica y que todo encaje. Pero en estas que, Sofía, la mayor, de 10 años, nos pide si el viernes por la noche pueden venir a dormir cuatro amigas del colegio a casa.
Le decimos que primero se duche y haga los deberes, que ya hablaremos a la hora de cenar.
Pero rebobinemos y paremos la imagen en el momento de la petición de la niña. Lo primero es que la niña ha esperado a llegar a casa para hacernos la gran pregunta, pues con la cara que llevábamos en el coche, seguramente ha intuido que la contestación sería NO. Lo segundo es la cara que mostraba cuando no realizaba la pregunta: comisuras labiales hacia abajo, ojos bastante abiertos y alternando la mirada hacia nosotros y hacia el suelo. Como estamos hablando todavía de expresión facial, la mano cogiendo el pulgar de la otra, en la espalda o delante, y el movimiento del pie levantando la punta, son opcionales.
Si nos fijamos bien en esa cara de persona desvalida que nos pone la niña, tenemos claro que es intencionada, con el fin de darnos pena y ceder ante su petición. Así, sabemos que no está triste, que lo que intenta es activar nuestras neuronas espejo para, de esta manera, generar empatía automática y romper las posibles resistencias que dificulten el logro de sus objetivos. Lo que ha hecho ha sido manejar voluntariamente los músculos de la cara hasta generar una expresión facial de tristeza, con lo que no estaremos hablando de expresión emocional, sino del manejo de forma voluntaria y maquiavélica de su expresión facial. Es decir, lo que Sofía exhibe no es una reacción, es una acción planificada.
¿Qué es la expresión facial de las emociones?
De manera simplificada sería aquellos movimientos de los músculos de la cara, asociados a una emoción concreta. Está claro que no es necesario devanarse mucho la cabeza para llegar a esta definición, pero en ella se menciona algo básico: los músculos de la cara. Por pares o no, hay 44 diferentes, entre los que se incluye el esfínter de la pupila. La misión de estos músculos, en relación con lo que se está tratando, es la de generar configuraciones expresivas que sirvan para comunicar el estado emocional que experimentamos.
Como en el ejemplo de nuestra hija Sofía, no todo lo que expresamos con nuestro rostro es una reacción emotiva. Por ejemplo, cuando algo nos parece complicado, alargamos las comisuras de los labios hacia los lados, intentando comunicar a los demás de que hay complicaciones. O levantamos las cejas, abrimos bien los ojos y ponemos los labios en forma de embudo (emitiendo un mudo «uuuuh, la que nos va a caer…”) cuando el jefe trata un tema espinoso y sabemos que va a echar la bronca a algunos componentes del equipo de trabajo. Por eso hay que diferenciar entre movimientos involuntarios y movimientos voluntarios. Los primeros, a partir de una estimulación determinada, siguen un camino cerebral más rápido y sin la posibilidad de control consciente por parte de la persona. Los segundos, al contrario, realizan un recorrido mayor y es controlado conscientemente.
Así, una cara triste fingida es distinguible de la generada por la verdadera tristeza, o la cara de alegría es diferente a la sonrisa social. Y esto es así porque la orden para la expresión fingida empieza en un lugar distinto que la orden para la expresión espontánea o genuina, continuando, por tanto, por vías diferenciadas. Una expresión es planificada, la otra reactiva.
Al ser reactiva, la expresión espontánea suele aparecer décimas de segundo antes de verbalizar aquello que tiene que ver con dicha expresión. Cuando yo pienso en aquello que me provoca aquella reacción emocional, la cara reacciona inmediatamente. Sin embargo, cuando intento fingir una emoción, muy probablemente, mi expresión facial aparezca después de haber empezado a contar el hecho. Aunque en el caso de Sofía, como lleva todo el día planificándolo, ya va preparando el terreno para que empecemos a fijarnos y a preguntarnos sobre su estado emocional. Pero también vemos la diferencia por la larga duración de su expresión. Es demasiado larga. Las reacciones emocionales no duran tanto en la cara. Además, de que en la cara de Sofía hay músculos asociados a la tristeza que no se han activado. Y es que hay músculos que necesitan de la emoción para poder moverlos. Tal y como veremos en otro momento, varios músculos faciales no son controlados voluntariamente.
Las microexpresiones
Estamos sentados en la sala de reuniones. Enfrente tenemos a un miembro de la dirección general. Nuestro objetivo es pedir, justificadamente, la contratación de dos personas más para el departamento que dirigimos. Como nos encontramos en una posición jerárquica inferior y tenemos gran interés en la respuesta, no dejamos de escudriñar la cara de la otra persona. Por respuesta obtenemos un «lo estudiaremos”.
Cuando salimos de la sala, empezamos a revisar lo que ha pasado allí dentro. Recordamos que el contacto ocular hacia nosotros ha sido menor de lo que hubiésemos deseado. Pero es lógico, la jerarquía genera esas diferencias en ese aspecto. También recordamos que mientras le hacíamos la petición, el labio superior se elevó unas décimas de segundo. Luego juntó las manos, miró hacia un documento que tenía en la mesa para, posteriormente, mirarnos fijamente y decirnos «lo estudiaremos”. Al recordar todo esto no embarga una sensación agria, con la impresión de que no hemos conseguido persuadir a nuestro interlocutor. Es más, incluso empezamos a pensar que le ha desagradado la propuesta.
Son las dos de la tarde y salimos a comer con varios compañeros de trabajo. Como es jueves, y el viernes es festivo, pensamos que podemos ir a comer a algún sitio diferente, algo más caro. Decidimos ir a comer a un restaurante de cocina gallega. Todo el mundo está contento y hambriento. Pedimos lacón, berberechos y croquetas de pulpo para picar. De segundo una parrillada de pescado.
El lacón buenísimo, los berberechos sabrosos, las croquetas jugosas. Pero en el momento que estamos en ello, miramos a nuestra compañera Isabel y vemos como parte con la mano una croqueta por la mitad, separa las mitades y aparece un pelo, alargándose mientras separa los dos trozos de croqueta. La cara de Isabel es de asco. Más concretamente, eleva el labio superior mientras dice «¡Por Dios, qué asco!”.
En este instante nos viene a la mente la cara del miembro de la dirección general con el que nos hemos reunido anteriormente. Era asco lo que hubo en su cara. Poco tiempo, muy poco, pero era asco. Había levantado el labio igual que Isabel al encontrarse el pelo. Pero lo había intentado disimular. Ahora bien, igual la expresión de asco no es producto de la petición que hemos realizado. Imaginemos que la petición va a suponer que debe reunirse con el resto de la dirección general, con la que en ese momento tenga algún tipo de problema. La emoción no sería producto de lo que hemos dicho, sino de lo que supone que debe realizar a partir de ella. Por eso, cuando queramos extraer algún tipo de conclusión respecto a cualquier aspecto del comportamiento no verbal, conviene ser cautos y valorar el contexto, presente y pasado, que envuelve la situación que observamos.
¿Qué es lo que ha pasado en esta sucesión de hechos? Pues lo que ha pasado es que en la reunión para pedir la contratación de dos personas, a nuestro interlocutor se le ha escapado una microexpresión de asco o desagrado.
En la década de los 60, Haggard e Isaacs descubrieron lo que ellos llamaron expresiones faciales micro-momentáneas, mientras revisaban fotograma a fotograma grabaciones de interacción terapeuta-paciente. Posteriormente se ha podido reafirmar su existencia y verificar que, con un entrenamiento de pocas horas, pueden ser captadas por el ojo humano en directo, sin necesidad de revisar fotograma a fotograma una filmación.
Para entendernos, una microexpresión es una expresión que no dura más de una cuarta parte de un segundo, fruto de una emoción que se experimenta en ese momento y que se intenta controlar y disimular. Si recordamos lo que se explicó sobre la expresión voluntaria y la involuntaria, cada una tiene un origen y recorrido diferentes. La respuesta involuntaria tarda unas varias milésimas de segundo menos en darse que la voluntaria.
Así, cuando nuestro interlocutor muestra, por poco tiempo, una expresión de asco, lo que está pasando es que la reacción que se da en primer lugar es la respuesta involuntaria, pues se da un procesamiento de la emoción automático e inconsciente, producto de una emoción de asco o disgusto. Posteriormente llega la respuesta voluntaria, la que es generada de forma controlada, pues se ha dado un segundo procesamiento consciente de la emoción, que en este caso es la de gobernar los músculos de la cara que se han «disparado” (el labio superior), pues no es socialmente adaptativo ir mostrando cara de asco constantemente y sin filtro.
Pero ¿de qué sirve contar con dos tipos de procesamiento de la emoción? El procesamiento rápido, involuntario e inconsciente permite lo siguiente: no tener que pensar para que el cuerpo se prepare para generar la respuesta necesaria ante la emoción experimentada. Imaginemos que ante una amenaza no podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo.
Respecto al procesamiento voluntario, lento y consciente, se considera que permite el aprendizaje para, en situaciones posteriores y similares, podamos dar una respuesta más adecuada. Supongamos que estamos preparando nuestra primera maratón. Estamos corriendo por un camino en el campo cuando, de repente, un perro, detrás de una valla, se pone a ladrar. Nos asustamos, nos congelamos y pegamos un salto inmediato a la otra parte del camino. Con el tiempo, gracias al procesamiento consciente de la emoción, acabaremos pasando por el mismo camino, a sabiendas de que el perro está detrás de la valla, con la tranquilidad de que no seremos atacados. Lo mismo pasará respecto a la expresión facial. Cuando somos pequeños y algo no nos gusta, levantamos el labio superior, arrugamos la nariz y, posiblemente, saquemos la lengua y realicemos al sonido «Arrgg”. Con la edad, intentamos disimularlo.
Como la microexpresión es una reacción involuntaria e incontrolada. Es decir, la microexpresión muestra la verdad de la emoción que experimenta la persona en ese momento y en referencia a un hecho determinado. Por ello, detectarlas supone una gran ventaja a la hora de cualquier tipo de interacción humana, ya sea con niños, con niñas, con colegas del trabajo, con clientes y clientas.
Os dejo un vídeo con el que suelo empezar mis cursos en detección de microexpresiones faciales para que veáis lo que es una microexpresión al natural. Algunas son muy fáciles de ver, otras no. Como podéis imaginar, a mucha gente le desespera inicialmente, pero también es verdad que entrenando se mejora mucho la capacidad de detectar microexpresiones, y se acaban viendo cosas que no creímos ser capaces de ver en las otras personas.
Francisco Campos Maya
Psicólogo y Experto en Comportamiento No Verbal y Detección de la Mentira. |