Julio Cortázar escribió que “el enamoramiento irrumpe como un rayo”. No pide permiso. No avisa. No respeta agendas ni planes cuidadosamente trazados. Llega con la insolencia de lo inevitable, con la energía de algo que parece caído del cielo pero que, en realidad, despierta desde lo más hondo.
Es un rayo que ilumina zonas que creíamos apagadas, que enciende músculos emocionales atrofiados, que abre puertas internas que jurábamos cerradas con candado.
Y cuando ese rayo nos atraviesa, algo en la estructura habitual de nuestra vida se parte en dos. Lo que era “antes” queda separado de lo que es “ahora”. El mapa que guiaba nuestros pasos pierde norte y coordenadas. Ya no miramos igual. Ya no sentimos igual. No somos los mismos.
El problema es que ese deslumbramiento no siempre coincide con lo que la vida nos permite sostener. Porque una cosa es el impacto de la emoción, y otra muy distinta es el peso de la decisión.
El deseo y la decisión: dos ritmos distintos
Elegir no es simplemente seguir el deseo. El deseo es impulso, corriente viva, esa vibración interna que te empuja hacia algo o alguien.
La decisión, en cambio, es un acto que involucra al cuerpo entero: la mente que calcula, el corazón que late, el pasado que susurra y el futuro que presiona.
Decidir es, muchas veces, ponerle cuerpo a una pérdida. Porque toda elección, en algún punto, es también una renuncia.
Cuando tomamos una decisión, no sólo decimos “sí” a algo: también decimos “no” a otras posibilidades que podrían habernos incendiado de igual manera.
Por eso, en lo profundo, no hay decisión sin duelo. Y aunque duela, ese duelo es parte de lo que nos define. Nos recuerda que la vida no se construye sólo con lo que obtenemos, sino también con lo que dejamos ir.
La historia que nos habita
No decidimos únicamente desde el presente. Decidimos con toda la historia que nos habita. Llevamos dentro un archivo silencioso de experiencias, heridas, aprendizajes y miedos que orientan —a veces sin que nos demos cuenta— nuestras elecciones.
La niña que fuimos, con sus carencias y descubrimientos, también opina. Las promesas que hicimos en algún momento (“nunca más sufriré así”, “no volveré a depender de nadie”) pesan sobre nuestras manos cuando estamos a punto de abrir o cerrar una puerta.
Por eso, a veces, lo que más deseamos no es lo que podemos sostener. No porque sea imposible en sí mismo, sino porque nuestra biografía, nuestras heridas y nuestras circunstancias hacen que sostenerlo nos queme las manos.
Entre lo posible y lo incendiario
En esos momentos, elegimos lo posible. Lo habitable. Lo que, aunque no nos incendie por completo, no nos deja expuestos a un fuego que podría consumirnos.
El problema es que la sociedad nos ha vendido la idea de que siempre debemos ir por lo que nos enciende, que cualquier renuncia es cobardía, que todo lo que no sea “seguir la pasión” es conformismo.
Pero la vida real no siempre funciona así. Hay pasiones que son tan intensas que no caben en la estructura que tenemos para sostenerlas. Hay amores que llegan antes o después de tiempo. Hay encuentros que son elocuentes en deseo pero mudos en compromiso.
Elegir lo posible no siempre es una rendición. A veces es un acto de cuidado. Otras veces, es la única manera de no perdernos a nosotros mismos en el camino.
La fractura de elegir
No existen decisiones puras. Incluso aquellas que parecen coherentes y correctas llevan consigo pequeñas fracturas internas. Partes de nosotros que querían otra cosa y que, al no obtenerla, guardan un luto silencioso.
Y sin embargo, esas fracturas también nos construyen. Nos hacen más conscientes de lo que valoramos, más claros sobre lo que podemos y no podemos sostener, más honestos sobre nuestras propias limitaciones y posibilidades.
La paradoja es que, muchas veces, nos conocemos más por lo que renunciamos que por lo que conseguimos.
¿Elegimos lo que queremos o lo que podemos sostener?
Esta es la pregunta que atraviesa todo. Cuando elegimos, ¿lo hacemos desde el anhelo más puro o desde la medida de lo que creemos capaz de soportar?
- Elegimos lo que queremos cuando la fuerza del deseo es tan grande que supera cualquier miedo, cualquier cálculo, cualquier prudencia. Son esas decisiones que parecen irracionales, pero que nos sostienen desde un lugar visceral.
- Elegimos lo que podemos sostener cuando, aun reconociendo el deseo, evaluamos si tenemos el cuerpo, el tiempo, el espacio emocional y la estructura de vida para mantenerlo vivo.
Ambos caminos tienen un costo. Seguir el deseo sin evaluar las consecuencias puede llevarnos a vivir incendios hermosos, pero también a terminar entre cenizas. Seguir sólo lo que podemos sostener puede darnos estabilidad, pero también dejar una sombra de “y si” que nos acompañe durante años.
El mito de la elección correcta
Buscamos la elección “correcta” como si existiera una fórmula infalible. Pero en realidad, casi siempre elegimos con la información incompleta y con el corazón a medio entender.
La decisión correcta no es la que nos ahorra dolor, sino la que podemos habitar sin traicionarnos por completo.
Y aun así, siempre habrá una parte nuestra que se preguntará qué habría pasado si hubiésemos elegido distinto.
Ese es el precio de vivir. El precio de ser humanos que sienten, desean y, a la vez, necesitan cuidarse.
Cuando el rayo no se convierte en hogar
El enamoramiento es un fenómeno eléctrico, pero la convivencia es un fenómeno arquitectónico. No es lo mismo un rayo que ilumina que una casa que resguarda.
El rayo puede abrirnos el alma, mostrarnos posibilidades insospechadas, recordarnos que estamos vivos. Pero construir algo habitable con ese rayo implica transformarlo en calor estable, y no todos los amores soportan esa transición.
A veces, lo más honesto es reconocer que ese rayo vino para despertarnos, no para quedarse.
Y aceptar que su función no fue acompañarnos, sino mostrarnos que todavía podemos arder.
El arte de elegir sabiendo que se pierde
Hay un momento de madurez emocional en el que entendemos que elegir no es ganar todo, sino perder bien. Perder de una manera que podamos mirar a los ojos sin arrepentimiento amargo. Perder sabiendo que lo que soltamos nos dolerá, pero que lo que sostenemos nos permitirá seguir caminando.
En terapia, muchas personas llegan con la pregunta: “¿Hice bien en elegir lo que elegí?” Y la respuesta rara vez es un sí o un no tajante. Lo importante no es sólo si elegiste bien para ese momento, sino si puedes vivir con tu decisión sin que te corroa la sensación de haberte traicionado.
La honestidad como brújula
No siempre elegir lo que más deseas es lo que más te hará bien. Y no siempre elegir lo posible es conformismo. La autenticidad no está en el resultado, sino en la coherencia entre tu deseo, tu capacidad de sostenerlo y tu verdad más íntima.
En última instancia, lo que más importa no es si elegimos lo que queríamos o lo que podíamos sostener, sino si lo hicimos desde un lugar honesto. Si fuimos capaces de mirar nuestras capacidades reales, nuestras limitaciones, nuestras heridas y nuestro deseo, y aún así decidir con integridad.
Esa honestidad a veces nos lleva a lo posible, a lo estable. Otras veces nos lanza de cabeza a lo incierto. No hay receta. Hay consciencia.
Quizá la pregunta final no sea “¿qué eliges cuando eliges?” sino “¿desde dónde eliges?”. Porque el rayo seguirá cayendo, una y otra vez, en diferentes momentos de la vida. A veces lo recogeremos y lo convertiremos en fuego estable. Otras lo miraremos arder desde la distancia, con un nudo en la garganta y un suspiro de gratitud por haberlo sentido.
El amor, el deseo y la decisión son fuerzas que no siempre bailan al mismo ritmo. Pero si logramos escucharnos profundamente, sabremos cuándo quedarnos y cuándo soltar.
Y tal vez ese sea el verdadero arte: elegir sabiendo que, en el fondo, toda elección nos parte un poco y nos construye al mismo tiempo.
Un artículo de Juande Serrano