Vivimos en una época en la que el discurso del autocuidado ha cobrado un protagonismo indiscutible. En redes sociales, terapias y espacios educativos nos enseñan, con insistencia, a poner límites, a proteger nuestra energía, a alejarnos de lo que no nos «suma». Y sin duda, hay sabiduría en ello: saber decir «no» es vital para preservar nuestra integridad y evitar dinámicas destructivas.
Sin embargo, cada día percibo más de cerca una fisura en este relato: nos enseñan a poner límites, pero no a sostener vínculos. Se nos alienta a protegernos, pero no tanto a comprometernos. Así, el discurso del autocuidado corre el riesgo de convertirse en un arma de doble filo: en nombre de la salud mental, podríamos estar regresando, sin darnos cuenta, a ese mismo individualismo del que pretendíamos huir: un individualismo que no forma parte de nuestros códigos humanos como animales de abrazos que somos.
Autocuidado vs Vinculación: el riesgo de convertir el amor en un contrato
El autocuidado bien entendido es una necesidad profunda: nadie puede dar lo que no tiene. Es el acto fundamental de reconocer nuestra dignidad y valorarnos. Pero cuando esta práctica se absolutiza, puede deformarse en una filosofía del «primero yo, segundo yo, tercero yo»; un “yo, me, mi, conmigo” donde el otro sólo es valorado en la medida en que me resulta útil, agradable o no problemático.
El enfoque instrumental e individualista consiste en relacionarse evaluando constantemente qué me aporta el otro. ¿Me inspira? ¿Me entretiene? ¿Me evita conflictos? Bajo este prisma, las relaciones humanas se asemejan a un mercado afectivo donde todo se mide en costes y beneficios. Así, cuando el otro empieza a suponer un reto (como inevitablemente ocurrirá en cualquier vínculo profundo), la opción preferente no es trabajar ese vínculo, sino descartarlo y buscar otro más fácil, más cómodo, más inmediato ajustado a nuestras necesidades.
En cambio, un enfoque relacional exige pensar también qué le aportas tú. No se trata solo de recibir, sino de construir activamente. Porque un vínculo no es un producto que se consume, sino una obra viva que se teje con compromiso, paciencia y responsabilidad mutua.
Sostener un vínculo implica trabajo: entendimiento, diálogo, paciencia, a veces dolor. Nada «fluye» sin más. El amor (en cualquiera de sus formas: amistad, pareja, familia) no es una fuerza mágica que se mantiene sola a la sombra de los sentires, como nos han querido hacer creer ciertos relatos románticos; es un proceso artesanal de creación continua.
¿Qué significa realmente vincularse?
Aquí emerge una idea crucial para estos tiempos tan convulsos: no basta con preocuparse de ser amado; hay que ocuparse de ser un gran amor. Esta frase, que años atrás formulé para intentar captar una verdad profunda, me sigue resonando hoy más vigente que nunca a luz de los casos que presenci a diario en mi consulta.
Todo el mundo parece ocupado en preguntarse si recibe suficiente atención, validación o ternura. Pero muy pocos se detienen a pensar: ¿estoy ofreciendo atención, validación y ternura? ¿Estoy siendo yo también un refugio para los demás? ¿Estoy contribuyendo a que este vínculo sea un lugar donde ambos podamos crecer?
Esta ausencia de reciprocidad consciente mina lentamente las relaciones humanas. Y lo más paradójico es que, en nombre del «autocuidado», terminamos sembrando el terreno para una mayor soledad no deseada, aunque justificada por el individualismo despechado tras lo pasado en el mundo afectivo sexual.
Y es que la exaltación desmedida de los límites ha convertido en sospechoso cualquier acto de entrega, cualquier esfuerzo, cualquier sacrificio. Nos encontramos con frases como «si te cuesta, no es para ti» o «si tienes que explicarlo mucho, no merece la pena«. Pero en realidad, todo lo que merece la pena en esta vida cuesta, exige explicaciones, requiere ajustes y pide de nosotros algo más que una aceptación pasiva. Toda relación de amor nos lleva a hacer sagrado el vínculo, que es lo que realmente significa sacrificio (sacrum-facere, en su etimología del latín clásico).
Porque los vínculos importantes no son «fluidos» por naturaleza: se trabajan. Implican compasión, incomodidad y aprendizaje. A veces habrá que dar sin recibir inmediatamente; otras veces habrá que sostener al otro cuando está débil, incluso si eso implica posponer momentáneamente nuestro propio bienestar.
Hacia un autocuidado que incluya al otro
Desde luego, hay límites sanos e imprescindibles: no se trata de perpetuar dinámicas abusivas o de negar las necesidades propias. Pero hay una diferencia radical entre poner límites para protegernos y levantar muros que nos aíslen. Confundir autocuidado con autoaislamiento es una trampa sutil pero devastadora para el bienestar.
Para sanar esta tendencia, necesitamos repensar el autocuidado no como una estrategia de separación, sino como una condición previa para un encuentro más maduro. Autocuidarse debería ser el primer paso para poder cuidar mejor a los demás, no para blindarnos contra ellos. Algunas preguntas clave podrían ayudarnos a cambiar el enfoque:
– ¿Estoy usando el autocuidado para evitar la incomodidad del crecimiento relacional?
– ¿Qué tipo de persona estoy siendo en mis vínculos: refugio o consumidor?
– ¿Cómo puedo equilibrar mi necesidad de protección con mi compromiso de construir relaciones significativas?
El amor como proceso artesanal
El objetivo no es abolir los límites, sino integrarlos dentro de un marco relacional donde la prioridad sea tejer vínculos sólidos, no simplemente protegernos de todo malestar.
Otra distinción esencial es la que existe entre ver las relaciones como vínculos o como contratos. En un contrato, cada parte busca garantizar su propio interés: «Yo te doy tanto, tú me das tanto». En un vínculo, ambas partes se comprometen al bienestar mutuo, aunque a veces uno de los dos dé más porque el otro lo necesita.
Cuando aplicamos la lógica contractual a todas nuestras relaciones personales, estas se convierten en frágiles acuerdos condicionales, vulnerables ante cualquier falla o desequilibrio. En cambio, el vínculo, basado en la lealtad, la compasión y el compromiso, resiste las tempestades naturales del tiempo y la vida.
Un verdadero vínculo no se basa en cuánto me das hoy, sino en la certeza de que, en el balance de nuestra historia, ambos estamos creciendo gracias al otro.
Pero hoy en día, volver a los vínculos no es fácil. Requiere coraje: el coraje de quedarnos cuando sería más cómodo irnos, de hablar cuando sería más sencillo callar, de ceder cuando nuestro orgullo quisiera imponerse.
Hoy más que nunca necesitamos reivindicar la importancia de ser, también, un buen amor en la vida de los otros. No basta con saber poner límites; hace falta saber sostener, crear, reparar, abrazar la vulnerabilidad. Porque lo verdaderamente humano no es sobrevivir a costa de los demás, sino construir juntos espacios de encuentro donde el cuidado sea mutuo.
El autocuidado, sí. Los límites, por supuesto. Pero sin olvidar que vivir plenamente es arriesgarse a amar, y que amar de verdad implica siempre un grado de vulnerabilidad, de esfuerzo, de sacrificio y de donación.
Tal vez haya llegado el momento de dejar de preguntarnos tanto si los demás nos están cuidando bien, y comenzar a preguntarnos también: ¿Estoy siendo yo un gran amor para alguien?