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Ghosting: el arte cobarde de desaparecer. Por Juande Serrano

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Ghosting: el arte cobarde de desaparecer. Por Juande Serrano

Hay maneras elegantes de decir adiós. Algunas duelen, sí, pero duelen con sentido. Otras simplemente duelen. Y luego está el ghosting: esa forma tan moderna y cobarde de evaporarse como si uno fuera humo, o peor, notificación leída que jamás tendrá respuesta.

Porque seamos honestos: ¿quién no ha vivido ese momento surrealista en el que todo parece ir bien —mensajes, risas, proyecciones— y de repente… silencio? Un silencio no acordado, no explicado, no honesto. Un silencio que grita. Que te deja colgado del hilo invisible de lo no dicho, con la cabeza llena de preguntas y el corazón en una especie de “modo avión emocional” donde nada entra ni sale.

Sí, el ghosting. Ese fenómeno con nombre de película de terror adolescente que, en realidad, dice más del fantasma que desaparece que de quien se queda esperando.

El silencio también comunica (aunque mal)

No nos engañemos. El ghosting no es simplemente “no contestar”. Es la versión relacional del “mejor me escondo y que se apague solo”. Es una forma de comunicación pasiva, pero no inocente. Dice algo muy claro, aunque no se diga con palabras: “No sé cómo, no puedo o no quiero hacerme cargo de esto. Así que me esfumo.”

Y lo más irónico es que, en muchos casos, ni siquiera es por falta de interés. A veces es por falta de recursos internos. Otras, por una incomodidad que la persona no sabe cómo nombrar, o por miedo a herir y acaba hiriendo más.

 

Fantasmas con miedo a sentir

Muchas veces el ghoster (ese ser esquivo que se desmaterializa sin previo aviso) no lo hace por maldad. Lo hace por miedo. A sentirse expuesto. A enfrentar una emoción propia o ajena. A no estar a la altura de un cierre digno. A veces es simplemente una versión adulta del «si no lo veo, no existe».

Y entonces huye. Del conflicto, de la culpa, de la vergüenza, de la tristeza, del vínculo. De sí mismo.

Quien ghostea suele tener una relación problemática con la incomodidad emocional. Se le hace bola tener que decir: «esto ya no me cuadra», o «necesito alejarme», o incluso un simple “gracias, pero no”. Le falta lenguaje afectivo y le sobra impulsividad o evitación. Porque decir adiós también es un arte, y no todos han aprendido a dibujar esa forma de cuidado.

Decir adiós también es un arte

En algunos casos, hay apego evitativo: personas que se entusiasman al inicio pero se derrumban cuando la cosa se pone real. Idealizan, se enganchan rápido, pero al primer roce de autenticidad ¡pum! Desconexión. Fantasma al instante.

En otros casos, hay una autoestima tan frágil que el miedo a que el otro se enfade, a equivocarse, a que no les entiendan o a sentirse “el malo” es tan paralizante que prefieren huir antes que hablar. Es como si su yo emocional fuera una alarma de incendio: al menor humo afectivo, corren.

Y no falta quien, directamente, vive atrapado en una lógica narcisista donde el otro no importa. Si ya no le sirves, si ya no le aportas estímulo o placer, te bloquea y te olvida. No hay duelo, no hay pregunta, no hay cierre. Solo su necesidad de seguir adelante sin sentir.

Ghosting como reflejo de una cultura emocionalmente analfabeta

No podemos hablar de ghosting sin hablar de la cultura que lo promueve. Vivimos en una época donde todo es rápido, inmediato, reemplazable. Si no me gustas, te cambio. Si me aburro, deslizo. Si algo me incomoda, lo salto. Las relaciones humanas se han vuelto productos de consumo exprés. Y como todo lo que se consume con prisa, también se desechan sin respeto.

Lo dramático no es solo que ghostear sea común. Es que se ha normalizado. Incluso se romantiza: “me dejó de hablar porque se está cuidando emocionalmente”, “seguro necesita espacio”. Spoiler: no. A veces simplemente es falta de coraje relacional.

El ghosting no es autocuidado. No es espiritualidad. No es evolución. Es evasión. Es inmadurez relacional envuelta en papel de mindfulness mal digerido.

Y aquí es donde se nota lo que no nos enseñaron: a nombrar lo que sentimos, a gestionar lo que incomoda, a poner límites con respeto, a cerrar con dignidad. Nadie nos enseñó a despedirnos sin desaparecer.

¿Y qué pasa con quien lo sufre?

Lo más tóxico del ghosting no es el silencio. Es el vacío de sentido que deja. La imposibilidad de elaborar una narrativa coherente. Porque el cerebro humano necesita explicación para poder soltar. Cuando no la tiene, activa su modo más primitivo: la culpa. “¿Habré hecho algo mal?” “¿Estaré exagerando?” “¿Y si le pasó algo?” “¿Y si vuelve?”

Así se entra en bucle. Un duelo sin cuerpo. Un abandono sin cadáver. Un cierre sin final. Porque el ghosting no te permite elaborar. Te congela. Y deja heridas abiertas que a menudo no cierran por falta de palabras.

Puede generar ansiedad, inseguridad, rumiación constante, vergüenza e incluso síntomas depresivos leves. Porque no saber qué pasó nos deja atrapados entre la fantasía de que aún hay algo que esperar y la realidad de que probablemente no habrá más que silencio.

 

Ghosting como herida relacional (que también da pistas de sanación)

Desde una perspectiva psicoterapéutica, el ghosting revela tanto del ghoster como del ghosteado. ¿Por qué me afecta tanto su desaparición? ¿Qué parte de mí se engancha a ese silencio? ¿Qué historias anteriores se activan cuando no me explican por qué se fueron?

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El ghosting, sin quererlo, puede ser un espejo. Un llamado a revisar qué tipo de vínculos tolero, qué umbrales de disponibilidad emocional acepto, cuánto me doy sin recibir, cuánto idealizo, cuánto me cuesta soltar cuando el otro no me elige.

El ghosting, sin quererlo, puede ser un espejo

Y, al mismo tiempo, invita a preguntarnos cómo nos vamos. ¿Qué hacemos cuando ya no queremos estar? ¿Cómo cerramos cuando ya no sentimos lo mismo?

Desaparecer sin decir nada puede parecer lo más fácil. Pero fácil no siempre es lo mismo que justo. Ni para ti, ni para el otro. A veces, lo que más cuesta es justo lo que más sana.

¿Y si aprendemos a no ghostear?

Mira, no hace falta escribir una novela para decir que algo ya no encaja. A veces un simple “Gracias por lo compartido, pero siento que necesito seguir por otro camino” es suficiente. Lo que duele no es tanto el fin, sino la deshumanización.

Aprender a irnos con respeto, a decir que no sin herir, a expresar lo que sentimos aunque incomode todo eso es lo que convierte un vínculo fugaz en una experiencia digna. Porque incluso los encuentros breves merecen un cierre.

Ser honestos no nos libra del conflicto, pero nos reconcilia con nuestra coherencia. Nos devuelve poder. Y honra al otro como ser humano, no como un capítulo olvidado de nuestra serie emocional.

Cerrar es un acto de amor (aunque no lo parezca)

El ghosting dice mucho más de quien lo ejerce que de quien lo recibe. Y aunque se ha vuelto un recurso cómodo en una cultura emocionalmente perezosa, no deja de ser una forma de violencia relacional. Una forma de quitarle al otro la posibilidad de entender, de elaborar, de cerrar.

Si no sabes cómo irte, aprende

Si no sabes cómo irte, aprende. Si te fuiste así alguna vez, pide disculpas. Si te lo hicieron, suéltalo sabiendo que no fue por tu falta de valor, sino por la incapacidad del otro de sostenerse en la verdad.

Porque la verdad, aunque duela, libera.

Y el silencio cobarde enmudece a un mundo que se quiere mover por amor.

Un artículo de Juande Serrano

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