El sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) acuñó el concepto de ‘amor líquido’ para referirse al tipo de relaciones de pareja actuales, caracterizadas por ser cada vez más fugaces, vacías y menos comprometidas. Así, en el seno de una sociedad capitalista basada en el individualismo y la globalización, las personas tienden a percibirse como ‘mercancía’ y el matrimonio vuelve a ser, como antaño, una transacción. Sólo que más neurotizada.
En su obra “Amor líquido” (2005) habla de relaciones fugaces, relaciones frágiles, difíciles de sostener, que encajan en el contexto de modernidad líquida, el capitalismo y consumismo que nos rodea. Lo consumimos todo, incluso el amor. Consumimos de la misma forma objetos, alimentos y personas. Estamos rodeados de mensajes que nos hacen pensar que podemos adquirir aquello que aplaque nuestra angustia existencial y nuestras preocupaciones de separatividad.
«Lo consumimos todo, incluso el amor»
Cierto es que mucho de lo que antes funcionaba ya no funciona. Los vínculos con nuestro mundo se ven muy afectados por el cambio de época que realmente es una época de cambios: ya no existen casi trabajos para toda la vida, casas para toda la vida, hogares para toda la vida e incluso no existen las parejas para toda la vida.
Así, uno de los elementos del amor relacional, el amor propio, también es líquido. ¿Cómo podemos querer a otra persona si antes no nos queremos a nosotros mismos? ¿Qué vamos a ofrecer si no tenemos nada valioso que ofrecer? ¿Con qué vamos a corresponder si nos ofrecen algo valioso? Nuestra falta de autoestima nos lleva a tener relaciones que se diluyen en cuestión de segundos y devienen en interacciones posesivas, dependientes y sufrientes.
Sin amor propio, sin responsabilidad personal, sin capacidad para trascender, rara vez estaremos dispuestos a asumir relaciones sólidas. En este sentido podemos observar la paradoja de que cuanto menos trascendentes somos personalmente, más individualistas nos volvemos. Además, precisamente en ese contexto solemos buscar necesidades puntuales que nos satisfagan momentáneamente. Eventos fugaces con comienzo y final, incluso pasando de lo real a lo virtual.
Hoy en día, más que relaciones, establecemos conexiones. La tecnología nos permite estar en contacto continuamente. Sin embargo, no la usamos para profundizar, sino para conectar. Y la conexión es tan sólo la antesala de la inmersión en el otro. Es un medio para tal fin. Pero nosotros nos desesperamos al llegar a la interconexión y ahí nos quedamos esperando que ya con eso se satisfaga nuestra eterna inquietud de soledad. Esta conexión “virtual” sigue la tendencia de las marcas y los objetos de consumo, no es sólida ni segura. Por el contrario, es débil y fácil de manipular. Además, la soledad se angustia todavía más en esas relaciones fugaces e intensas que establecemos. Conexiones globales y continuas, pero a la vez distantes de los latidos del corazón.
«La soledad se angustia todavía más en esas relaciones fugaces e intensas que establecemos»
Tenemos un equilibro emocional frágil, tenemos miedo de apostar por una persona que en cualquier momento se puede ir, por alguien que nos quiera solo momentáneamente o que nos haga perder lo que consideramos nuestra “libertad”. Libertad que es indispensable en esta época. Necesitamos aferrarnos a nuestro poder de elegir a nuestra individualidad y “libertad” para no atarnos a nada ni a nadie. Así, la facilidad y rapidez con la que conseguimos las cosas hace que no estemos preparados para los obstáculos y que al primer problema queramos desechar nuestra relación, igual que lo hacemos con los objetos que nos dan problemas. Ya que en lo relativo al amor, la posesividad, el poder, la decepción y la fusión absoluta caprichosa son los cuatro jinetes del apocalipsis.
Nuestra autoestima es consumista de objetos que creemos que nos harán sentir satisfechos, pero que a la larga nunca se satisface y siempre busca más. Con las parejas pasa lo mismo, las desechamos si no han llenado ese vacío que no tienen nada que ver con lo exterior, sino con nuestro interior. Así, nuestra autoestima pasa a ser igual de frágil que los vínculos que construimos. Buscamos la seguridad y la reafirmación en lo externo, tenemos miedo a comprometernos y a resultar heridos, porque no nos sentimos capaces ni merecedores de una relación seria y profunda.
Así, el amor se crea con miedo, porque las relaciones nacen de la ansiedad que ocasiona el eco de los propios pensamientos en soledad y muere por la necesidad de protegernos ante la posibilidad de que el otro nos deje o porque necesitamos más intensidad emocional y pensamos que solamente la encontraremos en el inicio de una nueva relación.
Y es que hoy en día, en las cosas del amor, siempre se va de más a menos. El amor, y todo cuanto se refleja en nuestra realidad actual, se nos escapa de las manos porque no somos capaces de solidificarlo y asirlo con la fuerza necesaria, ni siquiera el amor hacia nosotros mismos. Vivimos en el mundo efímero del instante como coleccionistas de eventos momentáneos y sensacionalistas.
Es una ingenuidad hacer del emparejamiento tan sólo una cuestión personal y sentimental. Personal porque nadie admitiría hoy que otros decidieran por uno con quién convivir, y sentimental porque en estos asuntos sólo cuenta —se dice— la voz de las emociones y los sentimientos. Hoy se atribuye el derecho a elegir pareja libremente al abrigo de cualquier condicionante externo y al parecer se juzga sensato que la única motivación válida para realizar esa importante elección sea el amor en el sentido de enamoramiento romántico. Uno podría conjeturar que estas modernas formas de emparejamiento, ya sin función social forzosa, dedicadas en exclusiva al solaz de los enamorados, tendrían más probabilidad de éxito que las antiguas al ser obra de la libertad y no de la imposición. Y, sin embargo, no hay ninguna garantía de que eso sea así a la vista del registro de rupturas, separaciones y divorcios en imparable ascenso.
Cada día nos cuesta más crear una realidad sólida formada de amor propio y relaciones verdaderas que duren en el tiempo con la consistencia requerida. Acaso el enamoramiento no sea el criterio óptimo para asegurarse una relación duradera, aunque ya nos parezca un ingrediente irrenunciable de nuestra identidad.
Es verdad que hay muchos factores que tienen que ver con la sociedad actual. Entender estos factores nos puede ayudar a no caer tan fácilmente en el materialismo y en el consumismo en la vida diaria, pero sobre todo en nuestras relaciones personales. El concepto del amor líquido nos puede hacer entender que, aunque ahora encontremos parejas a través de la tecnología, ninguna conexión puede sustituir una profundización emocional que se desarrolla a lo largo de los años. Tampoco la comunicación ni el trabajo constante que requiere una relación pueden sustituirse tan rápido como los objetos. Puede enseñarnos que, aunque ahora el sexo se haya liberado, es importante el sexo con amor de una pareja que se ha tomado el tiempo de conocerse y hablar de lo que les gusta.
«La modernidad líquida nos impulsa a no pensar, a sustituir la soledad por objetos o una cena romántica por un regalo caro e impersonal»
La modernidad líquida nos impulsa a no pensar, a sustituir la soledad por objetos o una cena romántica por un regalo caro e impersonal. Pero el que vivamos en esta sociedad no implica que no podamos reflexionar y tomar el timón de nuestra vida. No implica que no podamos decidir pasar un fin de semana en casa hablando con la pareja, profundizando con una copa de vino, en lugar de ir al centro comercial y consumir. No implica que no podamos leer o tener gustos simples, tener un móvil antiguo y no querer sexo de una sola noche o relaciones efímeras.
Son muchas las ideas -de alguna manera poco saludables- que forman parte de la corriente social que nos rodea. Las nuevas generaciones nacen con la tecnología y la liberación sexual, sin embargo con ellas -y con nosotros mismos- tenemos la obligación de recordares -y de recordarnos- que no toda modernidad es sinónimo de mejora y que una actitud crítica con cualquier planteamiento, antes de asumirlo, es quizás una de las mejores posiciones que podemos adoptar ante las fuerzas que tratan de influirnos en su propio beneficio. De lo contrario, nuestros hijos, igual que muchos de nosotros, estamos abocados al amor líquido de la realidad líquida en un mundo líquido. O al menos, así lo creyó Zygmunt Bauman.
“Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse”
Con todo, nada como el amor. El amor es lo mejor. Esa virtud elevante del amor, sin cuyo éxtasis pierde su significado el mundo, reducido a extensión sin profundidad. ¿Cómo combatir los efectos negativos del tiempo sobre el amor? Podemos sugerir un decálogo para ello
Enamorarse y mantenerse enamorado. El amor es como un fuego; hay que avivarlo día a día, si no se apaga. El amor hay que cuidarlo y alimentarlo en la realidad diaro.
Conocer el equilibrio entre los sentimientos y la razón. Al principio todo es sentimiento, emoción y/o pasión; más adelante todo debe ir siendo más racional, con más conocimiento, pero sin que los sentimientos pierdan su fuerza inicial y su capacidad para tirar de los argumentos que lo vieron nacer
Cuidar el amor. El amor hecho y trabajado día a día a base de cosas pequeñas en las pequeñas cosas de lo cotidiano.
Utilizar las herramientas que nos ayudan a seguir enamorados. Para consolidar y hacer madurar el amor, contamos con la inteligencia y la voluntad. La inteligencia para conocer bien al otro y para aplicar una conducta inteligente en nuestra relación. La voluntad nos facilita el luchar con orden y constancia para mejorar las bases de la convivencia.
Luchar por no descuidar aspectos esenciales del amor: respeto, empatía y comunicación.
Compartir sentimientos, ideas y creencias, asegura su permanencia.
El acto sexual para que sea un encuentro entre personas y no entre cuerpos, debe ser al mismo tiempo algo físico, psicológico y espiritual. Físico, por la unión de dos cuerpos en un éxtasis placentero. Psicológico, porque se produce un intercambio de lo más típico y peculiar de la naturaleza humana: sentimientos, emociones y pasiones. Espiritual, porque una sexualidad bien entendida y con significado hace más humano al hombre y también más transcendental.
Mimar la conciencia diaria con racionalidad. La convivencia se compone de distintos elementos que conviene cuidar: el lenguaje verbal (lo que se expresa mediante la palabra), el lenguaje no verbal (los gestos, el contacto ocular, el tono y timbre de voz, la expresión facial, la postura), el contenido de la comunicación (lo que se dice, la expresión de sentimientos diversos, positivos y negativos, el saber pedir ayuda, disculparse, iniciar y sugerir relaciones sexuales), el aprendizaje del diálogo (saber escuchar, decir de forma clara y concreta lo que se quiere decir, ser positivo, flexible, no confundir la sinceridad con las expresiones duras y descalificadoras…) y el inmenso campo que constituye el aprendizaje de las habilidades en la comunicación conyugal (asertividad).
Comprometerse por encima de todo. No hay amor auténtico si no existe compromiso. La propia libertad queda comprometida en el amor. El amor comprometido aspira a la fidelidad; que es ante todo una actitud, una forma de estar frente a la propia pareja. La fidelidad está hecha de generosidad y renuncias, y se sustenta en pequeñas lealtades. La fidelidad hace a la persona íntegra y coherente; y la coherencia es una de las puertas por las que se accede a la felicidad.
Potenciar la espiritualidad. Finalizamos este decálogo con una de las dimensiones centrales de la condición humana: la espiritualidad. Si los sentimientos son la residencia donde se habita, la espiritualidad es el calor del hogar, que da sentido y da fuerzas para continuar.
Resumiendo, educando el corazón para que se entregue profundamente. Uniendo en la persona amada eros y philia, deseo y admiración, prestas a la pasión amorosa la duración que pertenece sólo a la eternidad.
Porque eros arrebata un instante, pero la admiración mantiene perdurablemente vivo ese momento divino cuando el resto de las fuentes del deseo se han secado drenadas por la ley de la entropía universal. Y es entonces, sólo entonces, cuando se hace posible arriesgarse a vivir algo tan aparentemente contradictorio como es un eterno amor.
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