Cuando dijeron aquello de que “hay amores que matan” quizás no estaban pensando precisamente en los referidos a los consanguíneos ni tampoco a una “muerte” literal, sino a la castración de la propia vida en nombre de un “amor” mal entendido, mal llevado y jodidamente tóxico.
Pero en realidad esa sentencia tan sólo la podemos aplicar a la familia, de hecho es de ahí de donde derivan la mayor parte de las patologías psicológicas que padecemos. De alguna manera, somos lo que hacemos con lo que han hecho con nosotros. Y en demasiadas ocasiones siguen ejerciendo su influencia al inmiscuirse sutilmente en nuestras vidas que no son suyas con el instinto sobreprotector que proyecta sus propias carencias, miedos y frustraciones. Claro, y nosotras necesitadas de su aprobación nos desvela el alma, la motivación e incluso el conflicto por sentirnos culpables de ser libres con nuestra propia vida. Grave contradicción y ambigüedad afectiva en nuestro interior para poder afrontarla: no podemos morder la mano de quién nos dio de comer.
Ciertamente, con el tiempo ya sabemos que lo que somos de mayores tiene mucho que ver con nuestra experiencia afectiva en la infancia. Con el daño irreparable que nuestra familia, y en especial nuestra madre, nos hicieron sin saber, sin intención intencionada en proyectar en nuestra propia vida lo que “debiera ser”; lo que con su grado de inmadurez y carencias afectivas dirigió su propia frustración de vida en la posesividad de otra vida a la que siempre le dice cómo tiene que respirar, cómo tiene que latir, cómo tiene que ser para recibir su aprobación maternal. Derecho que se acreditó por el instinto animal de ser madre en un contexto cultural que nos le permitía nada más.
«Lo que somos de mayores tiene mucho que ver con nuestra experiencia afectiva en la infancia»
Vaya por delante que las excusamos, que amamos a nuestras madres, que entendemos que no dieran para más, que nunca se planteó aquello de madurar su propia persona antes de acometer el milagro de la vida, capacitarse para el desarrollo de una nueva vida que en sus manos se deposita. Sin reparar casi en la importancia de que lo que hacía con eso, limitaría o impulsaría su futuro. Inoculando su rigidez mental como la verdad de la vida, la verdad del porvenir y la verdad del amor. Cuando una y otra vez nuestro cerebro necesitaba flexibilidad, apertura, libertad y autonomía para poder llegar a ser lo que estaba llamado a ser.
«La autonomía es necesaria para no estar toda la vida anclados en la heteronomía maternal»
Liberar o impulsar para la vida. Tan sólo en eso radica la crianza, tan simple es el cometido tras los 9 meses de gestación: hacer que un ser que nace totalmente dependiente llegue a ser lo más independiente posible en su desarrollo. Y cuanto antes mejor. La autonomía necesaria para no estar toda la vida anclados en la heteronomía maternal. La responsabilidad sobre la propia vida que sólo se hace posible cuando hay libertad y la libertad que tanto se necesita para sentirnos responsables de lo que hacemos y deshacemos con nuestra propia vida. Que ni el miedo, ni la inseguridad, ni la dependencia afectiva nos fastidie el sueño por la desaprobación maternal.
Pero, difícilmente escaparemos de ello si el apego que se generó fue tan tóxico, limitante, como su sobreprotección malcriada, como su posesividad felicitaría, como su incapacidad para el respeto al otro diferente, con sus genes mezclados, pero alteridad diferente y con un escenario contextualmente diferente.
«Por definición, todo apego es contraproducente»
Aunque por definición todo apego es contraproducente (a excepción del famoso attachment, apego biológico), ciertas formas de apegos son vistas como «normales» por la cultura, e incluso por la psicología. Esta evaluación benévola y complaciente tiene dos vertientes. La primera argumenta que la existencia de estas «inocentes» adicciones ayuda a la convivencia, lo cual es bien visto por la estructura social-religiosa tradicional. La segunda posición sostiene que muchos de estos estimulantes afectivos no parecen relacionarse con esquemas inapropiados, sino con el simple placer de consumirlos en un estilo de vida ajenamente acaparador. De todas formas, su frecuente utilización y la incapacidad de renunciar a ellos, los convierte en potencialmente tóxicos; y ya de ahí las consecuentes patologías psicológicas de origen familiar.
No podemos vivir sin madre, nadie puede hacerlo, pero sí podemos hacerlo sin apego, más allá del necesario attachment de los primeros años. El desapego no es más que una elección que dice a gritos: la relación es ausencia de dependencia afectiva, de sobreprotección limitante.
«Una cosa es defender el lazo afectivo con nuestra familia y otra muy distinta ahorcarse con él»
Por eso, una cosa es defender el lazo afectivo con nuestra familia y otra muy distinta ahorcarse con él. El desapego no es insensibilizar las relaciones familiares, todo lo contrario, es acariciar desde el respeto, es acompañar desde la incertidumbre, es crecer desde la diversidad, es apoyar desde la incondicionalidad, es acoger en la vulnerabilidad, es abrazar el respeto para soltar lo que estuvo atado por un cordón umbilical.
Romper ese cordón umbilical anudado a nuestro cuello que, aunque necesario en los comienzos, nos fatiga la vida, nos la hace imposible de vivirla, nos lleva a la irremediable lucha perdida de la culpabilidad en la ambigüedad afectiva cuando no obtenemos la aprobación de la familia.
«El desapego no es falta de cariño, sino una manera sana de relacionarse»
Equivocadamente, entendemos el desapego como dureza de corazón, indiferencia o insensibilidad, y eso no es así. El desapego no es falta de cariño, sino una manera sana de relacionarse, cuyas premisas son: independencia, no posesividad y no adicción. La persona no apegada (emancipada) es capaz de controlar sus temores al abandono, no considera que deba destruir la propia identidad en nombre de la familia, pero tampoco promociona el egoísmo y la deshonestidad. Querer a la familia sin apegos no implica insensibilizar el afecto familiar. El desapego no amortigua el sentimiento; por el contrario, lo exalta, lo libera de sus lastres, lo suelta, lo amplifica y lo deja fluir sin restricciones.
Cómo pudimos olvidarnos todas, de esa necesidad de evitar sobreproteger a nuestros hijos para que puedan ser ellos mismos, para que sepan desenvolverse en la vida y, en definitiva, para que sean felices.
«Tenemos que tatuarnos en la piel que los hijos no nos pertenecen, no son nuestras extensiones y no deben satisfacer necesidades de los padres y madres, sino encontrar su propio camino»
Tenemos que tatuarnos en la piel que los hijos no nos pertenecen, no son nuestras extensiones y no deben satisfacer necesidades de los padres y madres, sino encontrar su propio camino. Y nuestra misión es acompañarlos, respetarlos y prepararlos para este camino. Con eso sobra, sin juzgar, sin descalificar, sin retener, sin fastidiar, sin envidiar, sin ni si quiera aconsejar lo que algunas no se atrevieron a hacer con su propia vida.
El recuerdo de la reflexión de Khalil Gibran, poeta libanés, al expresar de una manera magistral la necesidad de no apegar tóxicamente a los hijos y de respetarlos en su calidad de seres únicos:
“Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti, y aunque estén contigo, no te pertenecen. Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues, ellos tienen sus propios pensamientos.Puedes abrigar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la casa de mañana, que no puedes visitar, ni siquiera en sueños. Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer. Tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas son lanzados. Deja que la inclinación, en tu mano de arquero sea para la felicidad. Pues aunque él ama la flecha que vuela, ama de igual modo al arco estable”.
En fin, no importa cómo lo quieras plantear, la obediencia debida, la adherencia y la subordinación que caracterizan al estilo de relaciones maternofiliales dependientes y apegadas, no son lo más recomendable.
«Cuando la dependencia es mutua, el enredo es funesto y tragicómico: si una estornuda, la otra se suena la nariz»
Depender tóxicamente de la familia es una manera de enterrarse en vida, un acto de automutilación psicológica donde el amor propio, el autorrespeto y la esencia de uno mismo son ofrendados desde la sumisión y la culpabilidad. Cuando el apego patológico está presente, la relación familiar, más que un acto de cariño desinteresado y generoso, es una forma de capitulación, una rendición de cuentas guiada por el miedo con el fin de preservar la aprobación. Bajo el disfraz del amor de madre, la persona apegada comienza a sufrir una despersonalización lenta e implacable hasta convertirse en un anexo y seguir siendo un simple apéndice maternal. Cuando la dependencia es mutua, el enredo es funesto y tragicómico: si una estornuda, la otra se suena la nariz. O, en una descripción igualmente malsana si una tiene frío, la otra se pone el abrigo.
Y si os soy sincero, no resulta fácil desapegarse. Inevitablemente la psicoterapia puede ser lo más efectivo para ir soltando lastre al respecto si la situación de apego sufriente está instaurada en vuestras vidas. De todos modos, la misma vida dará cuentas de ello cuando la muerte pase de visita.
«Los requisitos para relacionase sin apego no suelen ser bien vistos»
Porque el arte desapegarse sanamente resulta de una extraña mezcla de capacidades difíciles de alcanzar. No solamente por la complejidad que implica la experiencia afectiva, sino por la resistencia que nuestra cultura ha desarrollado al respecto. La mayoría de los requisitos que se necesitan para relacionase sin apego, no suelen ser bien vistos por los valores sociales tradicionales. Para muchos, la libertad afectiva es una forma de libertinaje que necesita mantener controlado. Como si la ausencia de dependencia fuera en sí misma peligrosa. Un amor independiente siempre incomoda. Una familia sin apegos es irreverente, fantástica, insólita, locuaz, trascendente, atrevida y envidiable.
Familia y apego no deben ir de la mano. Los hemos entremezclado hasta tal punto, que ya confundimos el uno con el otro. Y nos enrollamos en unas relaciones familiares, que por ser esclavas, no vuelan alto con la capacidad para trascender… La relación, y máxime con la familia, debe ser liberadora, se debe querer desde la libertad y no desde la necesidad de aprobación o dependencia.
«Nos aterroriza volar sin agarrarnos a apegos que secuestran nuestra alma para que no se exprese»
Pero el apego se nutre del miedo a la libertad. La palabra libertad nos asusta y por eso la limitamos con el apego. Nos da miedo la posibilidad de ser conscientes de nuestra trascendencia y a la vez impermanencia. Nos aterroriza volar sin agarrarnos a apegos que secuestran nuestra alma para que no se exprese. Nos reconforta acomodarnos en la mediocridad de la aprobación maternal.
Vivir sin apego es vivir sin el miedo que limita, sin la ansiedad que culpabiliza, aceptar la desaprobación de los que realmente nos quieren. Es asumir el derecho a explotar intensamente el mundo, a equivocarse, a pedir ayuda a la familia cuando se necesite, a hacerse cargo de uno mismo y a buscar un sentido propio de la vida. Es aprender a emanciparse psicológicamente.
La vida estará hecha a la medida del apego maternal que nos sostenga. Construimos la experiencia afectiva con lo apegos que tenemos en nuestro interior. El apego es lo que somos. Si es dependiente, tu vida afectiva será dependiente. Si es de sumisión, siempre habitaras en la dominación. Si es sobreprotector ansioso, tu actitud será siempre ansiosa. Pero si es libre y mentalmente sano, incondicional en la aprobación, proyectado en el respeto a otra vida diferente, tu vida será plena, saludable y trascendente. Declararse familiarmente libre es promover afecto sin opresión, es distanciarse en lo perjudicial y hacer contacto en la ternura.
«Declararse familiarmente libre es promover afecto sin opresión, es distanciarse en lo perjudicial y hacer contacto en la ternura».
Empieza hoy. Acepta el riesgo de liberarte de tus apegos sin angustias. Si tienes claridad sobre lo que verdaderamente eres y hasta dónde puedes llegar, no habrá temores irracionales. Atrévete a darte tu propio espacio. No necesitar nada de aprobación maternal. Respetar empáticamente su manera de ser. No intentar hacer comprender tu propia libertad. No culpar de la inseguridad que te dio, eso ya pasó, ahora te toca a ti ya luchar por tu propia seguridad. Perder en el cajón del olvido la culpabilidad que te hace sentir su desaprobación. Soltar ese apego que te “mata”. Vivir la valentía para desapegarte antes de que ya sea demasiado tarde.
Juande Serrano
Psicoterapeuta Transpersonal experto en Parejas y duelo Terapia online |